La libertad de expresión es un derecho fundamental para que en un proceso constituyente, y en general cualquier proceso político deliberativo, permita el cruce de opiniones, las visiones de país contrapuestas, la diversidad de valores y todo lo que implica la expresión de la divergencia, proceso previo para que se puedan generar las convergencias y se construyan las bases de una nueva institucionalidad.
Con todo, la “libertad” en abstracto es un concepto político y como tal, polisémico, abierto a las disputas, porque contiene experiencias de muchos años que se movilizan en su uso sincrónico y desde donde se configuran las expectativas de esas mismas experiencias anacrónicas que puestas en otro contexto, posterior, organiza nuestras acciones sobre la realidad. La “libertad” está en un cruce de aquello ideal a desarrollarse, a lograr y a conquistar y lo que experimentamos como tal un exceso, un límite o una falta.
Así, en la teoría política, el debate sobre la libertad tiene numerosos cultores y ha prodigado numerosas páginas de discusiones, sin que por ello exista una sola dimensión de la misma. Sin embargo, y en base a mis propias convicciones, abrazo la definición de Norberto Bobbio, para quien la libertad tiene un carácter descriptivo, en dos sentidos. A modo síntesis, la primera descripción de la libertad es la negativa o de no impedimento, en la que opera como facultad de realizar ciertas acciones, sin impedimento externo, particularmente el poder estatal. En ese plano, la libertad se asocia a las acciones que se pueden realizar y que se han definido como “lícitas”. En otras palabras, la libertad es el espacio no regulado por normas imperativas positivas o negativas (Bobbio, 2005, p.113).
En forma complementaria, Bobbio define la libertad positiva, que es aquella que coincide con la esfera de lo “aquello que es obligatorio en virtud de una autoobligación”; libertad entonces sería el espacio regulado por normas imperativas, siempre que estas sean autónomas y no heterónomas (Bobbio, 2005, p.113).
Entre ambas libertades se comprende “la autonomía”, entendida como el “poder de no obedecer otras normas que las que me he impuesto a mí mismo” (Bobbio, 2005, p.113) o, en otras palabras, la libertad contiene la autonomía en tanto somos capaces de ir autorregulando nuestro comportamiento en aquello lícito que, se ha ampliado precisamente por esa capacidad de autorregulación.
Buscando en el reglamento de ética que la nueva Constitución está por aprobar, no encuentro ninguna de las definiciones de libertad que pudiera encontrar en Bobbio. De hecho me gustaría saber en cuál de las múltiples definiciones de libertad se fundamenta la “censura”, el “silenciamiento”, “las multas” y hasta la “reeducación” que vienen a operar como dispositivos heterónomos (aunque hayan nacido del mismo órgano) para limitar la libertad en su dimensión negativa, positiva y negando la autonomía de quienes disponen del poder constituyente.
Es cierto, que debe haber un común acuerdo sobre normas de comportamiento ético y que definan lo lícito dentro de una Convención. El respeto por las y los otros, pero también por la divergencia de visiones sobre el país, sus futuros abiertos y todos los principios que no convoquen el odio, deberían ser el piso, más me parece que la manera en que está plasmada, que sugiere hasta una “reeducación”, al más viejo estilo de las dictaduras políticas del siglo XX (y de todos los tintes), no promueven un buen debate electoral.
¿Por qué no lo promueve? Porque restringe la libertad negativa, reduciendo aquello definido como lícito, reduce la autonomía y no permite el ejercicio de la libertad positiva. Expande el control de otros por sobre algunos y por ende, no permite la autoobligación ni menos la autorregulación, principios básicos para que un proceso constituyente permita la expresión de las fuerzas electas.
Parece que los redactores de esta propuesta, no sólo no compartían la visión liberal de Bobbio, sino que también se les olvidó a Gramsci y el concepto de hegemonía, aquel que se construye precisamente en los espacios donde ganan las ideas y valores de los grupos mayoritarios, que pueden “imponerse”, pero de mejor forma “asumirse como propios” por los grupos minoritarios.
Si ya ciertos sectores de la derecha conservadora quedaron con poco poder de representación, por los propios resultados electorales de la Convención ¿era tan necesario un reglamento basado en la censura, el silenciamiento, las multas y la reeducación? Me preocupa, que en ese contexto se haya pensado en un conjunto de conductas indicadas como negativas y, por ende, ilícitas, que restringen la expresión de aquellos que los redactores han considerado como “inapropiado”. Una Convención donde no se puede ejercer la libertad, resulta una paradoja, porque el proceso de elaboración de nuestra base institucional, se inicia con la misma negación de todos los otros procesos constitucionales que han existido en Chile: precisamente el debate, el conflicto, la disputa de miradas y por ende, realizados con la libertad de unos pocos, en desmedro de los “más”.
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