El plebiscito constitucional que se desarrollará este domingo tiene tres características únicas. La primera es que sólo fue posible por el “Acuerdo Por la Paz Social y la Nueva Constitución” firmado el 15 de noviembre de 2019 y se explica porque la democracia necesita conflicto de ideas así como de opiniones, demostrando una vez más la tesis de Ralf Dahrendorf: los conflictos siguen siendo el “motor” del cambio social. Por tanto, sin las protestas iniciadas el 18 de octubre de 2019 no tendríamos la oportunidad de concurrir a una elección que, por sí misma, constituye la segunda condición de excepcionalidad: nunca en nuestra historia -siguiendo a los historiadores Sofía Correa y Gabriel Salazar-, tuvimos más libertad para decidir, ya que las Constituciones de 1833, 1925 y de 1980 estuvieron condicionadas por las Fuerzas Armadas.
Lo notable es que el “motor” del cambio social que nos llevará a las urnas vino de manos de los menores de treinta años. En palabras del historiador británico Tony Judt, a la “juventud de hoy le preocupa el mundo que le hemos legado y los medios tan inadecuados que les hemos proporcionado para mejorarlo”. Si asumimos que cada sociedad tiene sus propias maneras de producir el cambio, en Chile se nos abrió una ventana de oportunidades para que los jóvenes y todos los electores habilitados participen.
En ese entendido, los autores Micklewait y Wooldridge sostienen en su libro "Una Nación Conservadora. El poder de la derecha en Estados Unidos" que: “Si los conservadores han tenido éxito, es porque en un país donde sólo la mitad del electorado se molesta en ir a votar, están mejor organizados que otro tipo de estadounidenses”. Participar es enfrentar la retórica del miedo que nos quieren traspasar algunos políticos, empresarios y economistas,con una retórica de la esperanza que exprese nuestra opinión sobre una política exitosamente fracasada.
Lo anterior da pie a la tercera característica única de este plebiscito: todos entienden como ganadora la opción Apruebo, lo que no será atribuible al esfuerzo del sistema político, sino porque es difícil argumentar contra algo tan sencillo como el derecho a decidir sobre la necesidad de nuevas reglas del juego.
Pero, ¿para qué concurrir a votar en un mar de preocupaciones sanitarias, incluso con un discurso de esperanza? Básicamente, porque hay un elefante en medio de la habitación y sacarlo es una actividad con sentido y a la vez justa, por su utilidad para la discusión que deberán tener aquellos que adscriben a las preocupaciones de Michael Oakeshottde enfrentarnos a un vocabulario político ambiguo, la “política de la fe”donde están aquellos buscan transformar su mundo, y la “política del escepticismo”, que no cree en perfecciones y que defiende el “imperio de la ley”. Los primeros necesitan dialogar con los segundos y habrá un espacio institucional para ese proceso, la Asamblea Constituyente.
Los 155 “convencionales”que se elegirán en abril de 2021 y que redactarán la Nueva Constitución durante once meses de trabajo, representarán el necesario encuentro entre la “política de la fe”y la “política del escepticismo”. Y a pesar del diagnóstico pesimista del tiempo presente, de ellos esperamos el optimismo del debate centrado en los compromisos que asumieron en sus candidaturas.
Adoptar una nueva Constitución es una estrategia de compromiso donde caben las meta-preferencias o preferencias de segundo orden, como son las normas de protección medio ambientales tan relevantes en la actualidad, que para el abogado Cass Sunstein es mejor obtener mediante el derecho. En otras palabras, para hacer posible la construcción de una Constitución y que funcione, los constituyentes deberán tratar de resolver los problemas a través de acuerdos carentes de una teoría completa que incorpora abstracciones aceptadas como tales, en medio de desacuerdos severos sobre casos particulares.
Y un buen ejemplo de lo anterior es el “caso de la plena particularidad”, donde los ciudadanos se ponen de acuerdo sobre una decisión sin ponerse de acuerdo en algún tipo de explicación que la sustente y ello porque cualquier razón es por definición más abstracta que el resultado que sostiene: no ofrece razones porque no conoce qué son esas razones, “no se puede poner de acuerdo sobre razones, o… teme que las razones que tiene pueden resultar inadecuadas si se reflexiona al respecto, lo que puede conducir a su mal uso en el futuro”.
Entonces, el proceso constituyente se vuelve sustantivo porque en él se abordará-más allá de la extensa literatura disponible-, lo que sostenía Tilly como uno de los ocho postulados malignos de la ciencia social del siglo XX:que la “diferenciación conduce al progreso”. Siguiendo al politólogo británico Bernard Crick, quienes viven en condiciones desiguales requieren un orden legal que regule, defina, proteja y limite los “iguales derechos” de sus conciudadanos, considerando la “incompetencia colectiva de los estados democráticos para actuar conjuntamente, por medio de acuerdos políticos, de cara a problemas vitales comunes”. En palabras de Sunstein, es preferible una “solución justa, rechazada por muchos, que una decisión injusta en la que están de acuerdo todos o la mayoría. Una Constitución justa es más importante que un acuerdo sobre la Constitución”.
Un desafío en el proceso constituyente es huir de la actitud conservadora que tan bien describiera Oakeshott: “La política es un espectáculo desagradable en todo momento. La oscuridad, la turbiedad, el exceso, las componendas, la apariencia indeleble de deshonestidad, la falsa piedad, el moralismo y la inmoralidad, la corrupción, la intriga, la negligencia, la intromisión, la vanidad, el autoengaño y por último la esterilidad”. Como electores en el plebiscito y en la elección de abril para “convencionales” deberemos estar atentos al debate, el cual presume tener toda la información para conocer todas las alternativas, para tener claras todas las consecuencias.
Nos jugamos una nueva Constitución y la tendremos a partir de pares abstractos: Apruebo o Rechazo. El relato que se construirá a partir del primero está en los deseos de corregir el futuro y en respondernos una pregunta formulada por el filósofo Karl Popper: “¿De qué forma podemos organizar las instituciones políticas a fin de que los gobernantes malos o incapaces no puedan ocasionar demasiado daño?”.
Las Constituciones no se diseñan para reprimir o erradicar el conflicto, sino que deben institucionalizar la solución a los conflictos. Tampoco para que los controles y frenos constitucionales restrinjan al límite el poder de las mayorías frente al poder de las minorías o veto de las minorías. La Constitución Política sólo tiene valor en el sentido de la ética que le puede ser transferida o como ética que gobierna nuestras acciones dentro de ella, como sostenía el Maestro Alemán Sternberger.
En definitiva, el debate de ideas importa. Esto queda claro cuando se cuenta que en el siglo XIX Thomas Carlyle, en una cena recibió un reproche de un hombre de negocios: “¡Ideas, Sr. Carlyle, nada sino ideas!”, a lo cual Carlyle le replicó: “Hubo una vez un hombre llamado Rousseau que escribió un libro que no contenía nada sino ideas. La segunda edición fue encuadernada con la piel de los que se rieron de la primera”.
En el debate constituyente tendremos probablemente dos bloques de opiniones:por una parte aquellos que entienden las "constituciones en que se plasman aspiraciones" o "constituciones con objetivos" y por la otra, aquellos que levantarán una muralla "programática" de preceptos, órdenes y prohibiciones centrada en darle gobernabilidad al “futuro” país, con la tentación de seguir el “sabio pragmatismo” representado por los acuerdos constitucionales ingleses.
Es claro que las Constituciones no pueden hacer milagros.Como nos recuerda el politólogo Robert Dahl, una convención constitucional tiene que elaborar una Constitución, no puede elaborar una sociedad, pero parafraseando a Sartori, el sistema chileno funciona -o ha funcionado-, a pesar de su Constitución, y difícilmente gracias a su Constitución.
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