La extrañeza de la elite ante el cambio: El esperanzador camino de la incompetencia

Las últimas tres semanas en Chile han sido una de esas clases ejemplares acerca de política. Pocas veces es posible contar con información tan fidedigna y de primera mano de la debacle de un sistema político, económico, social y militar, como estamos viendo estos días.

Resulta inimaginable pensar que hace menos de tres semanas la derecha se encontraba celebrando la posibilidad de un segundo gobierno, buscando la o el candidato entre varias alternativas. O que la Democracia Cristiana había sido parte de un acuerdo con el Gobierno para producir una medida que aumentaba la desigualdad, como era la reintegración tributaria. Los medios de comunicación seguían discutiendo banalidades, a pesar de que, en más de una ocasión, habían recibido críticas de las personas que se encontraban en paraderos de micro, plazas, en la calle, por hablar estupideces. Veíamos el surgimiento de una nueva generación de filósofos políticos de derecha que defendían las virtudes consagradas en la Constitución, la forma de propiedad y el patrimonio institucional chileno.

Hoy esa realidad resulta lejana. Pero, lo que a mí me sorprende es la extrañeza que siente la élite ante este cambio: desde el rostro televisivo que descubre lo molesta que estaba la sociedad chilena con la desigualdad, hasta Sebastián Piñera, quien salió a comer pizza el 19 de octubre. Toda una élite, con centros de opinión, financiados con millones de dólares por el empresariado, Universidades construidas al amparo de un sistema institucional levantado por las autoridades de esas mismas universidades.

Extraño, pues los indicios estaban ahí desde el año 2001, cuando miles de estudiantes secundarios lograron expropiarle la tarjeta estudiantil a la mafia del transporte. Sí, ese año el problema era con el transporte. Tampoco lo oyeron el año 2007, cuando durante dos semanas, el Transantiago tuvo a Santiago colapsada.

Ni el año 2006, cuando la virtual totalidad del sistema escolar chileno se tomó sus liceos. En todo Chile, no sólo en Santiago.

No lo entendieron cuando el año 2010 explotó el terremoto social, al amparo del terremoto que afectó a la zona central. En ese momento, el aparato institucional que nos vendían como modelo de eficiencia, no dio el ancho.

No tuvieron sensibilidad con Aysén, ni con el Chiloé está privao’… ni con nada que saliera de Santiago.

No lo vieron el año 2012, cuando gracias al voto voluntario quedó por primera vez en evidencia la base de representatividad del sistema político. En la elección de alcaldes se expresó de forma tajante la separación existente entre tres Chiles y su relación al voto: el de los “winner” (o güiner, que se parece mucho a güiña), el del miedo a la transformación y el de la creatividad social enhebrada en la lucha de clases. 
 
Despreciaron la rearticulación del tejido social que se fue construyendo en miles de experiencias colectivas de nuevo tipo: experiencias de autoeducación, formas de autogestión y todas ellas con autonomía del corrupto sistema institucional que la dictadura y su constitución fueron construyendo y cooptando. Citaban a Marx con soberbia intelectual diciendo que las clases sociales se habían terminado y habían sido reemplazadas por segmentos de consumo que expresaban distintas formas de molestia con la modernización capitalista.

No lo vieron venir. Cuando sucedió no lo quisieron creer. Cuando se dieron cuenta de lo grave que era, lo atribuyeron a invasiones alienígenas o guerras. Cuando el 80% de la gente (incluso en la encuesta CADEM), señala que desea cambios profundos, que incluyen la Constitución. Cuando sólo un mínimo porcentaje (insisto, en la encuesta que dirige Izkinson) apoya al gobierno, durante dos semanas seguidas, y aún no hay capacidad de proponer cambios políticos más profundos para recuperar algo de apoyo. Así se entiende por qué los errores se sucedieron uno detrás de otro.

En sólo tres semanas cometieron las siguientes idioteces políticas, si fueron forzados o voluntarios, permite discusión.

En primer lugar, nunca dimensionaron lo que implicaba cerrar las puertas de las estaciones de Metro y llenarlas con fuerzas especiales. Si había sido necesario llegar a esos niveles de uso de fuerza represiva, el problema no era policial, había pasado a ser político.

Luego, se escucharon a sí mismos y a quienes les palmoteaban la espalda. La estrategia de enfrentarse directamente con la movilización social mediante la represión quedó zanjada fatalmente el viernes 19 de octubre. De ahí en más, la incompetencia se iría agudizando.

Entonces comenzó la batalla mediática. El Gobierno pensó que bastaba con tener a los dueños de los medios de su parte para lograr controlar las líneas editoriales de noticieros, matinales, programas de opinión, etc. y volcar a la mayoría en su favor. Sin embargo, no leyeron a Gramsci o lo menospreciaron, sino sabrían que el control mediático es exitoso en tiempos de hegemonía ideológica. Pero, en momentos cuando se está usando la violencia represiva desnuda, la contradicción entre el enunciado mediático y la realidad es tan flagrante, que es imposible obtener un control total de lo que está sucediendo y encauzar la opinión dominante. Es el camino directo a la derrota ideológica.

La estrategia contra el paro docente y la ley (j) Aula Segura, como ejemplo de política. Es posible que debido a la dimensión y extensión que está viviendo el conflicto social en este momento, hayamos tendido a olvidar que durante este mismo año el sistema escolar municipal estuvo parado casi en su totalidad y el Congreso de la República permitió que funcionara una ley que quedará en la historia de la infamia legislativa chilena, al lado de la ley Maldita de González Videla. El Colegio de Profesores, instancia que promovió el paro docente, intentó obtener algún nivel de resarcimiento respecto de la deuda histórica que el Estado de Chile tiene con las y los profesores jubilados, lo que ha sido reconocido innumerables veces, sin que se pague hasta hoy ni un peso de dicha deuda. La estrategia en aquella ocasión fue desgastar el paro, cansando a sus dirigentes y vinculándolos a aceptar propuestas que no tenían que ver con una respuesta a lo solicitado. 
 
En el caso de los secundarios, con menos que perder que los docentes, la estrategia represiva fracasó estrepitosamente, aumentando el uso de la violencia en extensión e intensidad. Esta estrategia, semejante a la negociación con un “gremio”, puede ser efectiva si se relaciona con un ámbito económico o social, pero si la crisis se extiende a la totalidad de la sociedad, entonces se hace obligatorio hacer uso sistemático y no esporádico de la violencia represiva. Esto, pues la movilización social, lejos de disminuir, va aprendiendo a combatir en la calle para defenderse de la represión. Ninguna fuerza policial, por militarizada que esté, puede usarse para contener a millones de personas dispuestas a movilizarse hasta el final. Menos aún, cuando esa misma fuerza represiva viene cuestionada por la infinita cantidad de casos aislados de vinculación con narcotráfico, corrupción, tortura, violencia sexual, entre otras prácticas. Todas con meras responsabilidades individuales, por supuesto.

Y, así llegamos, al que creo es el último error político de antología. En los Discursos, Maquiavelo, señala que, si es necesario hacer un cambio, es bueno que él, aunque este dictado por la necesidad, aparezca como un gesto de gratitud del sistema institucional. Porque cuando algo lo dicta la necesidad, si el gobernante y el sistema institucional no son capaces de responder a tiempo, cada segundo que desperdician combatiéndola, representa un desgaste tan amplio de fuerzas, que puede terminar en la caída de todo el sistema institucional. La Unión Soviética tenía millones de soldados y, aun así, cayó por sus contradicciones que no supieron ser resueltas a tiempo. Para cuando Gorbachov aceptó lo que dictaba la necesidad, ya era tarde.

Sin embargo, para quienes nos encontramos de la otra vereda respecto del sistema institucional, para aquellos que nos sentimos secuestrados en las AFPs, sojuzgados por una Constitución ilegítima, desprotegidos frente a la impunidad de sus relaciones de todo tipo (incestuosas es lo único que las unifica), que este sistema estalle, no representa una razón para botar una lágrima y, más aún, abre un camino de esperanza, pues se sustenta en una lucha, una batalla, que se da en el día a día, en los territorios reales y simbólicos, en la coordinación incipiente y en la capacidad de recuperar la soberanía económica desde una perspectiva de clase.

Hay un programa, hay un sujeto histórico y años de aprendizaje y (re)conocimiento. Por eso la movilización no se desgasta y, al revés, crece más y más.

Hace dos semanas pedir nueva Constitución mediante Asamblea Constituyente resultaba una política de ultra izquierda. La incompetencia del Gobierno y la indolencia de las elites de todo tipo han aumentado la rabia en ese lapso y subido la apuesta. Hoy, hasta quienes votaron por Piñera (el senador Manuel José Ossandón, por ejemplo), quieren una nueva Constitución. Pero, como la incompetencia sigue operando, la Constitución va pasando a ser suntuaria frente al desarrollo de un poder real y material.

Una huelga general en pleno siglo XXI puede alcanzar dimensiones transformadoras incuantificables en el desarrollo y consolidación de un nuevo poder popular. Tengo la esperanza de que esta tesis llegue a ponerse a prueba. Hasta aquí es sólo un deseo, como hablar de Asamblea Constituyente hace 2 semanas.

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