Hace unos días el Intendente de la Región Metropolitana explicaba con estos términos lo que estaba pasando en las calles. La violencia no merece ser analizada sino condenada. Si no condenamos los incendios, saqueos, robos y ataques quedamos fuera de la posibilidad de diálogo.
En múltiples espacios públicos y privados se reiteran las teorías sobre quiénes son estos “alienígenas” que aparecieron en nuestras ciudades muchas veces consideradas las mejores de toda la región.
Para muchos acostumbrados a tener respuestas o interpretaciones sobre todo, la desesperación del vacío los lleva a conclusiones basadas en imágenes de televisión, comentarios de redes sociales o sus propios prejuicios.
Dos cosas son ciertas. 1. Nadie tiene una explicación completa de quienes están en las calles ejerciendo la violencia y mucho menos de cuáles son los motivos que la generan.
2. La violencia nunca es “sin sentido”, tiene un contexto y una explicación para quien la ejerce. Necesitamos avanzar en entender este sentido para poder limitarla, reprimirla, transformarla, mudarla, complejizarla.
Múltiples son los estudios que reconocen los espacios que se han ido construyendo en el margen de nuestras sociedades, donde uno de los actores principales son los jóvenes (principalmente hombres, pero con creciente participación femenina). Jóvenes condenados a no-ser, a vivir detrás del telón de la ciudad de consumo que no es ni fue diseñada para incluirlos. El modelo económico busca justamente invisibilizar al pobre, convertirlo en una “clase media” emprendedora y pujante cuya salida de la pobreza se aseguraba por el apoyo estatal pero también por una capacidad de endeudamiento casi inmoral.
A estos jóvenes se les otorgó un lugar desde la marginación y la precariedad, tenían un lugar geográfico y simbólico bastante evidente. El lugar del afuera pero subordinado, afuera pero temerosos a la mano castigadora del Estado, a la policía. Jóvenes que muchas veces son expulsados de la educación formal, que son considerados “rotos”, “flaites”, “delincuentes” en una sociedad que ocultó su clasismo por medio de una estrategia muy efectiva, quitarles las características de sujetos y convertirlos en narcos, anarcos, barras, también lumpen.
Sin duda, las movilizaciones han abierto la puerta para que muchos de estos jóvenes expresen su descontento, pero también nos muestren sus rasgos identitarios marcados por lenguaje, símbolos, música, vestimenta. Aquello que previamente los avergonzaba se transforma en orgullo.
También ha permitido que muchos grupos distanciados, desconocidos, poco articulados encuentren en la lógica de la calle una épica que parece justificarlo todo. No están viviendo algo desconocido. En sus barrios no hay espacios verdes, no hay farmacias, no hay tiendas, mucho menos centros comerciales.
En sus vidas la relación con la policía es de abuso, maltrato e incluso violencia. Han visto el desarrollo de una democracia que no los incluye, de un Estado que tiene como principales caras el SENAME, la cárcel y la policía.
La violencia estructural, esa que muchos no queremos reconocer, los ha golpeado de forma directa durante toda la vida. La metáfora que desde la cuna se viven las desigualdades adquiere rostro en muchos de estos jóvenes. Nada de esto justifica los incendios y saqueos pero si nos permite empezar a hilar fino, a reconocer que llamando escoria a nuestros jóvenes no lograremos cambios, ni aplacaremos la violencia, ni construiremos una sociedad mejor.
Para la elite, los opinantes y opinólogos nos toca dejar de lado los prejuicios y los juicios apresurados, no es lo mismo la violencia que hemos visto en Lo Prado, Plaza Italia, Valparaíso, Coquimbo o La Serena.