Nadie podría desconocer la contribución y el rol de las universidades públicas en el escenario de competitividad global en el que como sociedad nos encontramos. En este sentido, emerge como un estándar dorado la institucionalización de una política de gestión del conocimiento académico basada en evidencias y con características experimentales. No obstante, las ciencias, las humanidades, la expertise y la política desarrollada al interior de las universidades, no pueden derivar en una serie de malas prácticas –la misma evidencia lo dice- cercanas a una gestión en extremo instrumental o basada en un decisionismo solipsista.
Por lo tanto, la institucionalización de un régimen de verdad, así como la instalación de un discurso sobre la verdad, no podría obviar el hecho de cómo los mismos saberes se articulan en cada una de sus esferas de conocimiento, a saber, colaborativa, horizontal, y solidariamente en el juego de una comunidad de comunicación científica. Hoy por hoy, las tecnologías de gestión académica y de intervención universitaria tienen el deber epistemológico de actuar en consecuencia de las evidencias, aportando a la dinámica de competitividad, una gestión compleja y responsable del conocimiento.
La acción colectiva explícita entre las disciplinas; la relación transparente entre ciencia y política; la visión crítica de la sociedad, la cultura y la economía; y la comprensión autónoma de las trayectorias de todos los actores sociales, así como de sus contextos históricos de producción, todo ello, tiene que desarrollarse de acuerdo a un compromiso ético-epistémico desde la Universidad hacia la sociedad y hacia el tiempo histórico con el cual necesariamente dialoga. Es un compromiso, por lo tanto, institucional, el de mostrar cómo la circulación del saber puede al mismo tiempo comportar una responsabilidad ética por los resultados de la investigación científica y por los procesos que ella articula para producirlos.
La universidad pública, en particular la Universidad de Santiago, ha comprendido la necesidad de un desarrollo organizacional académico que vaya a la par de los más altos y complejos estándares científicos, así como de las más desafiantes utopías que la construcción de una democracia más igualitaria, le imponen como imperativo práctico de desarrollo institucional.
Una universidad pública comprometida al mismo tiempo con la verdad y con la justicia, que camina seriamente hacia una acreditación institucional y que busca desarrollar una gobernanza que se apropia de un modelo de gestión académica a la altura de los desafíos del siglo XXI, no puede obviar ni el hibridaje –a veces pernicioso- entre la ciencia, la economía y la política, así como el mensaje que el conflicto social le envía a la institucionalidad.
Cuando se comprende desde una universidad pública la profundidad estructural del conflicto social que hoy vive Chile, no pueden si no aparecer como fenómenos específicos, por un lado, la extrema desigualdad de posición y de oportunidades que como país enfrentamos, y por el otro, la necesidad de democratizar la completitud del entramado institucional que el Estado ha construido para gobernar y ejercer soberanía.
En consecuencia, lo que hoy vive nuestro país no es sólo un estallido o una crisis. Es la sociedad misma que se ve enfrentada y confrontada a la nervadura de su propia conflictividad. No es por lo tanto el problema de unos pocos, sino el problema de la sociedad en su conjunto lo que hoy está en juego en el desarrollo del conflicto social. No se trata únicamente del problema “de los endeudados”, o del problema “de los pensionados”, o del problema “de los jóvenes más vulnerables”: es en realidad un fenómeno de enfrentamiento con lo más radical que como sociedad concebimos y valoramos. Y en esto la universidad pública tiene el deber de aportar con lo que mejor sabe hacer: la construcción de evidencias legitimadas por una comunidad de comunicación científica, por una parte, y la gestión democrática del conocimiento académico, por la otra, tanto en sus resultados como en sus procesos.
Y eso hoy, cuando Chile vive uno de sus más intensos conflictos sociales, es un factor de calidad institucional invaluable de una universidad pública con vocación de justicia social.
Ser un factor positivo en la construcción de un nuevo acuerdo social; desarrollar estándares complejos y justos para un mundo en continua competitividad económica; aportar con profesionales que comprenden la corrupción como un virus que destruye éticamente al país; mostrar que la ciencia puede aportar con tecnologías limpias en un nuevo modelo planetario de civilización; y enfatizar cotidianamente el desiderátum democrático e igualitario en las formas de interacción, todo ello puede ser considerado como un verdadero cambio epistémico en la gobernanza de las instituciones de educación superior, cambio en el que la Universidad de Santiago está, por décadas de historia, comprometida con el país y con su futuro.
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En la presente columna de opinión, el académico de nuestra Universidad se refiere al imperativo práctico de desarrollo de nuestra Casa de Estudios, que cruza el compromiso con la verdad y la justicia, dentro de la profundidad estructural del conflicto que vive Chile y el camino hacia una acreditación institucional que nos sitúa a la altura de los desafíos del siglo XXI.