Hace unos años, al salir del confinamiento por la pandemia de Covid-19, escribí una columna de opinión sobre la migración y el reconocimiento en la ciudad. Hoy, tras la conmemoración del Día Internacional de las Personas Afrodescendientes de las Naciones Unidas, surge la necesidad de reflexionar nuevamente acerca de la relación que establecemos con las diversidades en nuestra sociedad.
La llegada de personas de origen africano a Chile no es un fenómeno reciente. Los registros históricos muestran que, desde la época de la Conquista, Chile ha sido un país receptor de esta población, especialmente en la zona norte, en la región de Arica y Parinacota. En el siglo XVI, esclavos africanos junto con los conquistadores españoles, y su presencia ha continuado de diversas formas a lo largo de la historia de Chile. El pueblo tribal afrodescendiente chileno obtuvo reconocimiento constitucional mediante el Decreto Ley N.º 21.151 de 2019, que establece las definiciones y compromisos del Estado de Chile hacia ellos.
Según el Censo de 2017, la población afrodescendiente en Chile se estima en más de 8.000 personas, la mayoría de ellas concentradas en la región de Arica y Parinacota. Sin embargo, organizaciones afrodescendientes sostienen que esta cifra podría ser mayor, considerando que muchos afrodescendientes no se identificaron como tales debido a la falta de opciones claras en los formularios censales o a la falta de conciencia sobre su propia identidad étnica.
En los últimos años, Chile ha experimentado la llegada de población extranjera provenientes de países como Haití, Colombia y Venezuela. Esta reciente inmigración ha planteado nuevos desafíos y oportunidades para el país. Por un lado, la presencia de estas comunidades ha enriquecido la diversidad cultural de Chile, aportando nuevas perspectivas, costumbres y tradiciones. Por otro lado, ha generado tensiones sociales, en parte debido a la percepción de la alteridad.
Los desplazamientos humanos y las migraciones son una constante histórica que se manifiesta con características particulares dependiendo de los contextos históricos y lugares en los que ocurren. La llegada de migrantes implica un ejercicio de encuentros y desencuentros con figuras sociales que a menudo nos parecen extrañas y diferentes. A partir de ideas preconcebidas, prejuicios y convicciones, construimos socialmente una imagen del “otro” con el que nos relacionamos, ya sea a través del diálogo, la negación o el aislamiento.
La relación entre el pueblo afrodescendiente chileno y los nuevos migrantes provenientes de países con población afrodescendiente es multifacética. Si bien ambos grupos comparten una herencia cultural común y enfrentan desafíos similares en términos de discriminación por el color de la piel y exclusión social, también existen diferencias significativas en sus experiencias y contextos históricos. El pueblo afrodescendiente chileno, con una presencia establecida en el país, ha buscado el reconocimiento de sus derechos culturales y territoriales, mientras que los migrantes más recientes a menudo se enfrentan a barreras adicionales, como la falta de redes de apoyo, dificultades con el idioma y el acceso limitado a servicios básicos.
La pregunta es entonces: ¿cuándo optamos por el diálogo, la negación o el aislamiento? En las ciudades de Chile, nos encontramos diariamente con una diversidad urbana significativa. Esta diversidad coexiste en las calles, en el transporte público, en parques y plazas; sin embargo, con mayor frecuencia nos aproximamos a formas de relacionamiento con esta diversidad migrante que se caracterizan por la negación y el aislamiento, restringiendo su acceso a derechos fundamentales.
La construcción social del inmigrante, alimentada por discursos políticos y reforzada por las imágenes de la prensa y las redes sociales, ha instaurado una noción de amenaza, una “invasión aterradora”, como señala Bauman en su libro Extraños llamando a la puerta, que anticipa el desmoronamiento y desaparición de un modo de vida conocido y apreciado.
Las nociones del “otro”, asociadas a la precariedad y la exclusión, se conectan rápidamente con problemas económicos, políticos y sociales, así como con sentimientos de miedo, incertidumbre y desconfianza. Estas experiencias sociales han dado lugar a la creación de categorías como el extraño, el forastero y el inmigrante: figuras que nombran formas estereotipadas de alteridad y orientan el análisis de las identidades colectivas y los sentidos de pertenencia a una comunidad.
Es a través de los discursos, las ideas y las experiencias cotidianas que se construye al “otro”. Desde esta perspectiva, no se afirma que las diferencias sean puramente ficticias o irreales, sino que dependen fundamentalmente de nuestras propias definiciones de la realidad y de cómo construimos comunidades inclusivas y respetuosas de las diferencias, donde prime el diálogo sobre el aislamiento y la negación.
Se trata, entonces, de entretejer un lazo social con la noción de diferencia, creando nuevas formas de reconocimiento que conecten con los derechos, como el derecho a la ciudad, a la movilidad o a la presencia de quienes han sido marginados a ciertos territorios dentro de la ciudad. Es fundamental reconocer que, desde esos espacios, los inmigrantes están construyendo un nuevo modo de ciudadanía.
Basada en la columna El “otro” en la ciudad: migración y reconocimiento, por Daisy Margarit. 2021