Esta ruptura, tan violenta y dolorosa, es también la oportunidad para sentar las normas de una nueva convivencia más equitativa y más solidaria, de un mayor reconocimiento de la legitimidad de las diferencias, de un acuerdo social que movilice la reconstrucción de la invisibilizada confianza.
Cuando parece evidente que no es posible individualizar responsabilidades ante lo que estamos viviendo en Chile y que necesitaremos mucho trabajo para contar con una explicación suficientemente comprensiva de la profundidad de esta crisis, es necesario introducir un antecedente adicional en el análisis del origen de esta ruptura.
Lo más obvio a señalar es que el responsable no está en las/los otros: el/la violentista, el/la delincuente, el presidente, el gobierno anterior o los ricos, o al menos, que no se es responsable sin ser a la vez producto/parte de un sistema que deshumaniza las relaciones y antepone las condiciones. En nuestro país se ha perdido el vínculo, no cuando subieron los pasajes del metro, no cuando llenamos del corners y malls la ciudad, no cuando nacieron las AFP, sino con todo ello, en un proceso progresivo y profundo de debilitamiento del tejido social.
Es cierto que existe descontento y frustración por las profundas desigualdades y la permanente vulneración de derechos, tanto como lo es que la experiencia de la exclusión se ha incrustado en las relaciones sociales, continuamente y por décadas apremiadas por la diferencia de clases, diferencia del todo necesaria para viabilizar el acceso oportuno y efectivo a bienes y servicios básicos. Si la distinción que refería Bourdieu servía a los fines de expresar un cierto lugar en la escala social, en Chile sirve la abrazamos también por supervivencia.
Si pudiera expresarse de alguna manera, las relaciones sociales se conforman como un holograma de ejes de inclusión y exclusión polarizados por nombres, etnias, origen, raza, creencias religiosas, adhesión política, condición laboral, modos de hablar y vestir, barrios, costumbres y un sinfín de códigos que los habitantes utilizamos para reconocernos, más no para conocernos.
Se dice que Chile es un país solidario, sin embargo, las relaciones de solidaridad no se sostienen con una Teletón anual o una campaña de ayuda a una zona afectada por un desastre natural porque no es lo mismo la caridad, como acto unilateral de compartir o donar algo, que la solidaridad, comprendida como la colaboración mutua entre personas y grupos humanos con miras a un objetivo común. Podemos aceptar y quizás experimentar satisfacción por el hecho de aportar con dinero a una fundación de beneficencia para la construcción viviendas sociales, pero no queremos la vivienda social en el barrio.
Las profundas divisiones sociales han transformado a las ciudades, a los establecimientos escolares, a las instituciones de educación superior, a los balnearios o a los centros comerciales, en la expresión territorial de una sociedad fragmentada, al tiempo que en múltiples garantes de su perpetuación al impermeabilizar las fronteras para la llegada de los “desclasados”. Y en un acto fallido, el ahora destruido metro de Santiago tardará muchísimo más en lograr llegar al Parque Arauco.
Y es que la fragmentación impide la construcción de los vínculos necesarios para desarrollar la mínima confianza en otros/otras distintos, esa razonable fe que las diferencias entre las personas no constituyen por sí mismas fuentes de sospecha.
El modelo socioeconómico chileno, basado en la privatización de bienes, servicios, derechos y relaciones sociales, explican porque el sistema educacional ha transitado hacia la validación de la educación privada por sobre la educación pública y cuyo desarraigo es sino la mayor, una evidencia más de la pérdida del sentido de lo colectivo, del desprecio a la construcción de un sentido de lo común. Los padres y apoderados hoy, motivados por la posibilidad que sus hijos accedan a establecimientos de mayor calidad, léase, más competitivos, con docentes mejor remunerados, con mejor infraestructura y más acceso a redes selectivas, optan por los establecimientos en directa relación con su capacidad de pago.
En consecuencia con esta fragmentación, la educación terciaria también se ha convertido en un campo propicio para la reproducción de las diferencias sociales: según tipo de institución (universidad, instituto profesional, centro de formación técnica), según tipo de universidad e incluso según tipo de carrera, convirtiéndose prácticamente en extensiones de los correspondientes establecimientos escolares.
Pero no se trata no sólo de entregar contenidos y de amigos, sino también de aprender a vivir en una sociedad compleja, de forjar la capacidad de entendimiento mutuo, de construir las bases para la convivencia armónica. La educación pública no es necesaria sólo para que estudien los que no pueden pagar o elegir libertad de enseñanza, es antes un espacio de encuentro de las y los futuros ciudadanos de un país, un espacio en el que las nuevas generaciones pueden conocerse para no enfrentarse a futuro como extraños, donde niños y niñas pueden relacionarse sin el peso de las etiquetas del micromundo que les ha sido asignado.
Tampoco se trata de romanticismo ni idealismo, sino de constatar cuan aguda es la escisión social en Chile y de evidenciar que lo que estamos viviendo no es casual ni en caso alguno debiera sorprendernos. Pero esta ruptura, tan violenta y dolorosa, es también la oportunidad para sentar las normas de una nueva convivencia más equitativa y más solidaria, de un mayor reconocimiento de la legitimidad de las diferencias, de un acuerdo social que movilice la reconstrucción de la invisibilizada confianza.